Por Ángel Domínguez
En 1905, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, establecido en la Habana, se quejaba de que allí en Cuba, a José Martí (a 10 años de su muerte) solo se le recordaba como héroe, como guerrero, “cuando fue, -al decir de P.H.U.- sobre toda otra cosa, hombre de pensamiento”.
El mismo Pedro explica esa parcialidad del recuerdo, al afirmar que “Los hombres de genio múltiple suelen ser recordados, principalmente, por su labor en un solo orden de actividad”.
Pedro Henríquez Ureña había llegado a Cuba a principios de 1904 y su estadía en ella a penas se constituiría en el segundo eslabón de su largo peregrinar como ensayista y crítico literario errante. Esa errancia, ese trajinar por América produjo una de las siembras de mayor provecho e irradiación en el pensamiento, en la filología, en el ensayo crítico y en la literatura en el continente y fuera de el. Su saber se constituyó en un faro de bienhechora orientación de vocaciones, en fuente básica y esencial que influiría de manera determinante en una generación de intelectuales fundamentales en América y más allá. Una de las razones para que se produjera el influjo al que me refiero, está sostenido no solo en su saber, que era alto y diverso, sino también en la posesión de una cualidad humana escasa e inmejorable: la condición de maestro. Esa cualidad en el le devino de su hogar sobretodo de su madre, Salomé, de su tía Ramona y del exclusivo círculo de personalidades ilustradas que frecuentaban su hogar. Al decir de sus discípulos y compañeros enseñaba hasta en las formas, en la manera de vivir y en sus ademanes y gestos. Esa valoración de él como maestro es común en todos sus discípulos y en la intelectualidad con la que compartió. Bastaría mencionar a uno solo de ellos para que se pueda ver de qué estamos hablando: Jorge Luis Borges.
“Martí fue –aunque en Cuba lo sepan pocos- uno de los grandes escritores castellanos de su siglo” escribía PHU, en 1905 al tiempo que reconocía en él a un gran renovador del estilo de escritura que hasta ese entonces predominaba en lengua castellana.
Ese movimiento que revolucionó la lengua castellana conocido como el modernismo y que alcanzó mayor altura y resonancia en la poesía del nicaragüense Rubén Darío había tenido otros cultores antes que Darío. Julián Cassals y Martí (cubanos ambos) y Gutiérrez Nájera en México se habían anticipado a Rubén Darío, aunque sea con este último con quien alcance su mayor esplendor y brillo.
Esa visión de Pedro Henríquez Ureña, esa observación acerca del olvido hacia Martí, le es reconocida por algunos quienes le consideran como de los pioneros en la reivindicación en la revaloración de los aportes de Martí a la lengua castellana.
José Martí escribió poesía, novela, cuentos infantiles, ensayos sobre temas sociales, culturales, políticos e históricos, obras de teatro y una abundantísima cantidad de cartas que son a su vez piezas de elevadísimo valor literario y en las que siempre está presente ese puro sentido humano inagotable de que era poseedor.
Pedro Henríquez Ureña juzga grande y profundamente la reforma que en el estilo literario de la lengua castellana introdujo Martí y afirma que eso lo hizo “armado con un conocimiento profundo de la lengua y de los clásicos.” Va más lejos aún y advierte que el estilo de Martí “no ofrece semejanzas con el estacionario de la mayoría de sus contemporáneos de España”. Pero Henríquez Ureña no solo identifica de la manera como hemos visto el estilo de Martí sino que lo define y resalta sus características de esta manera: “Estilo sabio por la estructura, claro en el concepto, original en las imágenes, infinitamente variado en la expresión y con todo y sobre todo, personal y “humano” y siempre rico de pensamiento”.
A algunos amigos (entre ellos Benigno Rodríguez y Freddy Arias) les he comentado, que uno solo de esos atributos presentes en el estilo de cualquier escritor bastaría para sentirse “realizado”, pero que la reunión de esas seis características en el estilo de un escritor es propia solo de un espíritu genial como Martí y solo un crítico de las alturas de Pedro pudo advertirlas con tanta precisión.
Hay que decir, que cuando Pedro enjuiciaba de esta forma a Martí como pensador y reformador de la lengua castellana, solo tenía (Pedro) 21 años de edad y que el libro en que se publicó ese texto sería el primero de Pedro y con el cual asombraría al mundo intelectual americano y le valdría el merecimiento de un respeto que no se detendría jamás. El forraje intelectual, las herramientas de que estaba armado Pedro a muy temprana edad le permitió enjuiciar de tales formas el pensamiento de otro que también asombró y fascinó al mundo intelectual con sus formas y estilo con su saber y su vocación como fue Martí.
En uno de los viajes de Martí a Santo Domingo, pretendía visitar la casa de Salomé Ureña de Henríquez (madre de Pedro) la primera gran poetisa y educadora dominicana de quien ya tenía referencias Martí. Tal encuentro no fue posible porque Salomé se encontraba seriamente enferma y de reposo en la ciudad de Puerto Plata. Para el momento Pedro tendría 9 ó 10 años y aunque era un niño, ya había perfilado el camino que seguiría en su vida. A esa edad ya leía los clásicos griegos y latinos, a Shakespeare el teatro inglés, a Ibsen etc. y preparaba junto a su hermano Max un estudio acerca de la poesía dominicana. De modo pues, que el genio de Martí y el ingenioso niño Pedro no pudieron conocerse. Lo sucedido poco después la noche del 19 de mayo en Dos Ríos impediría definitivamente esa posibilidad y privaría al mundo de la productividad de ese espíritu genial.
A esos mismos amigos, les he comentado también mi asombro por la infinita capacidad de Martí para decir tantas cosas en tan pocas palabras y cargadas siempre de una enseñanza moral y una prédica apologética extraordinaria. Por eso y por su iluminada visión es que siempre se le ha catalogado como apóstol. Y no precisamente por iglesia alguna.
Todo cuando Martí escribió lleva un sello único y distintivo, posee la gracia, la precisión, la claridad en el juicio, un trazo original que encierra siempre la verdad como un templo. Y todo con un lenguaje tan sencillo y claro que es comprendido sin esfuerzo alguno por el menos instruido. A Pedro Henríquez Ureña no le resultaban de su agrado los escritores “verbosos” entendiendo por estos a los que utilizaban demasiado palabras y exagerados ornamentos para expresar sus ideas. Martí se coloca en el ángulo opuesto de los escritores “verbosos”. Era un usuario de la lengua para la comunicación eficaz, escribió para ser comprendido y la mayoría de las veces con una economía de palabras y belleza que asombra.
Un ejemplo de esto lo escribió precisamente en uno de los viajes a nuestro país. En Apuntes de un viaje (a nuestro país) intercala varios relatos en los que a veces escribe tal cual pronuncian los campesinos del Cibao. En este relato incluye la historia de Don Jacinto un general de la lucha montonera que estremeció nuestra nación durante mucho tiempo. Escribió: “Fue prohombre y general de fuego dejó en una huida confiada a un compadre la mujer. y la mujer se dio al compadre: volvió él, supo. y de un tiro de carabina a la puerta de su propia casa, le cerró los ojos al amigo infiel. ¡Y a ti, adiós! No te mato por que eres mujer”.
Todo parece como si hubiese escrito una novela en tres líneas. Asombra ver qué tanto dice con tan pocas palabras. Con tanta precisión. Su brevísima forma narrativa deja un sabor de gozo y exquisitez inmejorable.
Rubén Darío citado por Pedo Henríquez Ureña, refiriéndose a su vez al estilo de Martí dijo de el que “Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías”.
Refiriéndose a la capacidad de Martí para escribir sobre temas y poesías de carácter infantil Pedro dijo:”Parece raro que este pensador y predicador de revoluciones políticas fuera también uno de esos raros espíritus que conservan a través de los años la gracia y sensibilidad infantiles…”
Mucha razón tenía Manuel de Jesús Galván cuando al ver llegar al jinete que se acercaba lo identificó como “el pensamiento a caballo”, en clara referencia a José Martí.
viernes, 13 de mayo de 2011
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